¡Ahora, con tres fuentes radiológicas y cuatro muestras de uranio!
Sin duda, la percepción popular de lo nuclear y de la radioactividad ha variado notablemente a lo largo de la historia. Tardamos algún tiempo en comprender y asimilar sus peligros, y en los orígenes de la era atómica todo lo que la envolvía fue símbolo de progreso y causa de admiración científica, tan queridos a principios del siglo XX; hasta el extremo de adquirir entre las masas un aura casi espiritual de sanación, bondad y esperanza. Lo atómico era lo último, era lo más, y así se utilizó y publicitó para millones de personas. Cuando María Curie descubrió el radio (doble premio Nobel, la muchacha, oiga, básicamente por parir ella solita la química nuclear moderna), miles de emprendedores comenzaron a ofrecer a todos los mercados sus productos radioactivos.
Quizá porque –debido a la fama instantánea y mundial de María Curie– esto de la química nuclear parecía ser cosa de chicas, entre estas aventuras comerciales se contaron desde el primer momento los productos de belleza femenina. Cremas, lacas y toda clase de potingues se ofrecían al público haciendo hincapié en sus contenidos radiológicos, como ahora se resaltan sus cualidades naturales, minerales o proteínicas. Las cremas Tho-Radia (que incorporaban, como su nombre indica, torio y radio) constituyeron un éxito inmediato, y millones de chicas se las aplicaron para conseguir una belleza luminosa (y un montón de números en la lotería de la leucemia, las malformaciones congénitas y los tumores de hueso y médula ósea). Tho-Radia se publicitaba como el invento de un cierto Dr. Alfred Curie, que nunca existió y era una creación mercadotécnica de la compañía fabricante, pero nos da una idea del prestigio adquirido por el apellido Curie. (Por cierto que esto me recuerda a la afición actual por el Botox; es decir, la toxina botulínica; es decir, el veneno más poderoso que existe, conocido por los militares expertos en guerra química como agente X o XR.)
Ya se sabe que belleza y salud van juntas (o, al menos, las ideas de belleza y salud van juntas), por lo que no es de extrañar que rápidamente aparecieran también toda clase de fármacos, panaceas y otros aliviadores de los males humanos cuyo principio activo no era sino estas sustancias radioactivas. Y esto sí que fue una verdadera orgía. El más famoso de todos resultó ser el Radithor, que contenía un mínimo garantizado de un microcurio de radio-226 y radio-228 por envase y se vendía como remedio contra el cáncer, la depresión e incluso la impotencia. El empresario y playboy Eben Byers, tan famoso por aquel entonces en la alta sociedad neoyorquina como son ahora los Dinios y demás, se atizaba tres frascos diarios. Como resultado, se le cayó la mandíbula y terminó muriendo de envenenamiento radioactivo el 31 de marzo de 1935. Fue la primera vez en que el público descubrió masivamente los peligros de la radiación; hasta entonces, habían estado utilizando toda clase de sustancias nucleares para mejorar su salud, incluyendo pasta de dientes, supositorios, apósitos para el escroto que aumentaban la virilidad y hasta chocolatinas. Algunos de ellos prometían a su clientela radioactividad permanente. Todo ello circulaba con completa libertad por el circuito de venta por correo. Sería cosa de ver lo que ocurriría ahora si se detectasen productos radiológicos rulando por las oficinas postales.
Pero toda esta historia es relativamente conocida. Lo que no resulta tan conocido es que este prestigio de lo radioactivo superó la muerte por radiación de María Curie en 1934, la de Eben Byers en 1935, e incluso los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki en 1945. La esperanza atómica se proyectó en la imaginación social hasta los años '50 e incluso bien entrados los '60, y no comenzaría a transformarse primero en miedo y luego en paranoia hasta los años más tenebrosos de la Guerra Fría, cuando la amenaza de guerra atómica a gran escala y numerosos incidentes y accidentes en la industria nuclear civil y otras instalaciones transformaron la antigua esperanza en un símbolo del mal y el miedo absolutos. En la Unión Soviética y sus satélites, sociedades cerradas, este temor nunca se extendió significativamente hasta el desastre de Chernóbyl, y por ese motivo se vieron aplicaciones de lo nuclear que desde el punto de vista occidental contemporáneo nos resultan asombrosas (como llenar de células de combustible nuclear todos los faros de la Unión, dejar abandonados restos de armas atómicas o no incorporar una cúpula exterior a las centrales eléctricas). Fue en las sociedades democráticas abiertas donde el público pudo rebelarse contra los excesos de la energía nuclear, primero, pero después en contra de cualquier cosa que oliese a radioactivo.
En los años '50 lo atómico aún gozaba de tanto crédito en Occidente como al otro lado del Telón de Acero, y por eso aún surgieron algunos objetos curiosos. Uno de estos fue un juguete infantil creado por el mismo inventor del Erector set (conocido aquí como Meccano), sin duda hombre deseoso de que los niños aprendieran jugando. Este juguete, el Atomic Energy Lab, incorporaba diversos objetos que sin duda harían las delicias de los papás (y las autoridades sanitarias y policiales) de hoy en día: cuatro muestras de uranio y tres fuentes de radiación alfa (plomo-210 y polonio-210), beta (rutenio-106) y gamma (probablemente zinc-65). El polonio-210 es, además, extremadamente tóxico en cantidades minúsculas: fue el veneno utilizado para asesinar a Alexander Litvinenko en 2006.
El juguete en cuestión, que se vendió en Estados Unidos entre 1950 y 1951, incorporaba también un pequeño contador Geiger, un electroscopio, un espintariscopio, una cámara de niebla y diversos accesorios, manuales y tebeos educativos. Desde un punto de vista científico, ciertamente era muy completo y pedagógico, y no salía barato: 49,50 dólares de la época, unos 400 en la actualidad. Había sido desarrollado con la ayuda del Instituto de Tecnología de Massachusetts y sin duda incorporaba todo lo necesario para convertir a los niños en pequeños físicos nucleares. Resultaría dudoso determinar hasta qué punto el juguete era realmente peligroso (dependería de las cantidades presentes), pero sin duda nos abre una ventana a otros tiempos en los que lo atómico representaba luz y esperanza, no miedo y destrucción.
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Vaya tela la de gente que debió espichar con la tontería. Y lo más inquietante, que nadie pusiera el freno a la comercialización de productos de los que no se sabían los efectos en el cuerpo humano. Y si se sabían, eran de todo menos buenos... xD
ResponderEliminarGenial como siempre.
ResponderEliminarYa veremos dentro de unos años si no se nos cae el pelo (o algo más) con tanto bifidus, soja, danacoles, actimeles, y demás potingues que nos echamos al coleto sin saber realmente sus efectos.
¡Increíble! Me has matado con el "Atomic energy lab". Llevo un buen rato mirando la caja embobado :D
ResponderEliminarUno se pregunta si quedará alguien que pueda decir que ha "jugado" con él :/
Ya me imagino al pobre infante jugando con su laboratorio radiactivo hasta que aparece su madre:
-¡Venga Tom, que llevas toda la tarde con eso y aún nos tenemos que pasar por la zapatería a comprarte las botas!
-¿Y podré verme los pies a través de las botas con ese aparato que tiene el zapatero?
-Claro Tom, se llama fluoroscopio, y podremos estar todo el tiempo que quieras viendo los huesitos de tus pies.
-¡¡Bieeeeen!!
Sí, eran otros tiempos :P
Yo recuerdo ,cuando era pequeñita(allá lejos y hace tanto tiempo)nos enseñaban los rudimentos atómicos con los neutrones ,electrones y protones dibujaditos con carita y cuerpito de palitos pintaditos de distintos colores juntàndose sonriendo o desintegràndose bien enojados......
ResponderEliminarPienso que eran documentales bastante pedagògicos y para principios bien bàsicos a nivel infantil.
Me pregunto que clase de gilipolleces estaremos haciendo hoy en dia como las que hicieron nuestros abuelos (o padres) en los 50 con la movida nuclear.
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