Es en días duros como hoy —escribo con la sangre de dos funcionarios públicos aún caliente sobre las calles mallorquinas— cuando es más importante recordar quién somos, qué somos y cómo hemos llegado hasta aquí. Pues es en días duros como hoy cuando nos hierve la sangre y los demagogos hacen su agosto, apelando a nuestros instintos más bajos, a lo peor de nosotros, a nuestro miedo, a nuestro odio y a nuestro afán de venganza. A todo aquello que nos convierte en ratonil turba de linchamiento. En cobardes y descerebrados, vaya.
Es en días duros como hoy cuando debemos tragar saliva, apretar los puños y mirar al cielo. Y recordar nuestra apuesta colectiva esencial por la convivencia, por la libertad, por la democracia y por la paz con justicia. Y para que todo esto sea posible, hemos de reafirmarnos en unos valores fundamentales, que son los valores mejores y más depurados de toda la filosofía occidental: los derechos humanos. Quienes se llenan la boca con Occidente o con supuestas crisis de valores pero olvidan o incluso desconfían de los derechos humanos, están hablando de paja y humo. Pues esos son, precisamente, los valores de Occidente como civilización: aquellos que nos hemos puesto de acuerdo libremente en respetar y defender.
Nadie se engañe. Los derechos humanos son la expresión más desarrollada del conjunto del pensamiento occidental. Sin ellos no somos nada, sin ellos nunca habríamos llegado hasta aquí, sin ellos queda abierto el camino del totalitarismo, el abuso, el atraso y la opresión.
Los derechos humanos no nacieron en Occidente, sino en lugares como Mesopotamia, la India o el Califato Islámico antiguo. Pero sí fue en Occidente donde cuajaron, perduraron y terminaron convirtiéndose en fundamentales y universales, no sin lucha ni poca sangre. Ya en 1215 la Magna Carta, en Inglaterra, limitó los poderes del rey e introdujo los principios del habeas corpus: el derecho a apelar eficazmente contra la detención ilegal. El habeas corpus es la primera y más esencial de las garantías de libertad, y por ello todos los aspirantes a tirano han tratado de diluírlo, deslegitimarlo o suprimirlo.
A lo largo de una prolongada lucha, con muchos pasos adelante y muchos pasos atrás, estos primeros intentos terminaron plasmándose en documentos esenciales como la Bill of Rights que constituye el Preámbulo de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776); la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de los revolucionarios franceses de 1789, que extendió los mismos valores por Europa y muchos otros lugares; y la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), que daría el primer paso para convertirlos en universales. Estas declaraciones inspiran ahora en mayor o menor medida las constituciones de todas las naciones civilizadas; entre ellas, la española de 1978.
Los derechos humanos constituyen la última barrera contra la tiranía, la arbitrariedad y el abuso de poder. El garantismo estricto es la única seguridad que se aplicarán en todos los casos, incluyendo el tuyo y el mío. Cualquier concesión, incluso aunque parezca irrelevante, los desvirtúa y abre la puerta a futuras concesiones de mayor calado. Cualquier excepción contiene la semilla de la sangre, del genocidio y de la opresión, una vez más. Cualquier violación de los mismos debe suponer la condena activa de todos nosotros. Porque sin derechos humanos, no hay democracia posible. Porque sin derechos humanos, no queda ninguna libertad. Sólo los idiotas conceden graciosamente su última línea de defensa contra la oscuridad. Sólo los imbéciles creen que a ellos nunca les tocará.
Si un puñado de tiranos asesinos insignificantes, cobardes y descerebrados nos convierten en tiranos asesinos insignificantes, cobardes y descerebrados, ellos han ganado. Eso es algo que no nos podemos permitir. Nosotros sí tenemos mucho que perder.
Lee la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, o la Convención Europea de Derechos Humanos.
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