La pizarra de Yuri: noviembre 2009

domingo, 29 de noviembre de 2009

El calendario maya y otras maneras de contar hasta el fin del mundo

Tiempo y medida del tiempo son cosas distintas.

Según el Calendario de Cuenta Larga Mesoamericano, hoy es
....
(Script cortesía del Fourmilab)


Dicen algunos que, cuando este calendario marque 13.0.0.0.0, el 21 de diciembre de 2012 (lo que viene a ser la figurita de la izquierda en jerogrífico maya), algo le pasará a nuestro mundo. Uno, que va peinando alguna cana (¿algún amable lector o lectora conoce algún método eficaz de liquidarlas, malditas sean?) ya ha sobrevivido a algunos días del Juicio Final según los esclarecidos profetas habituales. Recuerdo especialmente las muchas que hubo a principios de los años '80, quizá porque yo empezaba a ser un chaval en aquellos tiempos y consiguieron impresionarme.

Mi difunto señor padre, hombre sencillo aunque con gran interés por el mundo que le rodeaba y talante cachondo, llegó a espetarle una vez a cierta damisela que trataba de convencernos de que el mundo se terminaría en la Nochevieja de 1983: "el 1 de enero de 1984 voy a tu casa y te echo un polvo." Según supe tiempo después, fue demasiado caballeroso para ir a exigirle el pago de la apuesta (y eso que era viudo y no tenía que dar explicaciones a nadie). De risas, le pregunté el porqué, y repuso: "bastante hecha polvo estaría la pobre". Cosa que en su día se me antojó extrañamente enigmática.


No he logrado identificar de qué olla de grillos en particular se había escapado esta joven, pero más por hastío que otra cosa: ha habido decenas, cientos, miles de predicciones del fin del mundo, el fin de los tiempos o lo que cada uno se imagine para tales eventos del juicio final. Los testigos de Jehová han sido especialmente prolíficos a la hora de meter la pata hasta el corvejón con sus profecías fallidas: 1914, 1915, 1918, 1920, 1925, 1941, 1975 y 1994 se cuentan entre las fechas propuestas por la Sociedad Atalaya de Pennsylvania para tan extraordinario suceso. Cualquiera diría que desde esa atalaya no se ve muy bien. Después de perder aproximadamente la mitad de sus fieles con cada una de estas pequeñas equivocaciones en las que miles de personas habían comprometido sus vidas y fortunas, han decidido ya sumarse a la corriente mayoritaria entre los protestantes milenaristas y decir que "ningún hombre puede saber cuándo, pero pronto."


No han sido los únicos. A los milleristas y quienes se han dejado influir por ellos les va mucho la marcha del fin del mundo: Adventistas del Séptimo Día, mormones y otros muchos vienen creyendo en un inminente fin de los tiempos y en uno u otro momento adelantaron fechas para sus seguidores. Se ve que el Gran Chasco de 1844 no fue suficiente lección. La Iglesia Católica –más sabe el diablo por viejo que por diablo– también picó en sus tiempos, pero aproximadamente desde el siglo IV consideraron heréticos tales planteamientos. Sin embargo, ello no impidió el pánico del año 1000 (los historiadores debaten sobre su alcance, pero lo hubo), o que el Papa Inocencio III (1161-1216) advirtiera del fin del mundo en 1284 como parte de la campaña de propaganda para la Quinta Cruzada, a través de su encíclica Quia Maior. Tampoco evitó que en el siglo XVI algunos eclesiásticos usaran una supuesta profecía de San Malaquías para tratar de imponer un Papa; esta es la famosa Profecía de los Papas, que por cierto anda a punto de caducar: sólo quedarían el presente y otro más. O el decepcionante Tercer Secreto de Fátima, que al final no fue ni chicha ni limoná y vale lo mismo para un cosido que para un fregado.

Tampoco es de extrañar que, en una cultura cuyo libro sagrado termina con una profecía apocalíptica –la Revelación de San Juan– el número de personas tratando de poner fecha a tan notable evento u otro parecido haya sido elevado. El más conocido de todos ellos es, indudablemente, el médico y astrólogo occitano Miquèl de Nostredame, conocido en francés como Michel de Nôtre-Dame y en casi todos los idiomas por su latinización Nostradamus. Aunque Nostradamus no predice propiamente un fin del mundo, y de hecho, es tan críptico que no predice nada en particular, las pocas veces en que dio una fecha para algún suceso apocalíptico, no parece que ocurriera gran cosa:
 
X Centuria, Cuarteta LXXII en Les Propheties de M. Michel Nostradamvs, Benoist Rigaud, Lyon, 1568. El texto (en francés antiguo) se traduce como "El año 1999, a los siete meses | del cielo vendrá un gran Rey terrorífico | resucitar el gran Rey de Angolmois | antes después Marte reinar por dicha". Además de que el texto es indescifrablemente ambiguo, en julio o agosto de 1999 no parece que ocurriera nada por el estilo sin retorcer mucho el lenguaje.
A lo largo del último medio siglo vivimos bajo una amenaza que fue lo más parecido a un verdadero aviso del apocalipsis, pero no se trataba de una profecía, sino de algo mucho más palpable: el riesgo de que una guerra nuclear a gran escala ocasionara inmensa mortandad y devastación, pudiendo llegar a la extinción de la especie humana en sus formas más extremas. Sin embargo, hasta el día presente hemos sido más cuerdos que todo eso y las armas preparadas para la última de todas las guerras siguen dormitando pesadillas neutrónicas en sus lanzadores y almacenes. No obstante ello, de manera acorde al signo de los tiempos, fue la primera vez en que todos comenzamos a creer en una profecía apocalíptica laica, no religiosa. Naturalmente, pronto comenzaron a surgir otras menos tangibles, a caballo entre la pseudociencia y la religión; muy propio de la evolución sincrética a donde están yendo las sociedades occidentales en materia espiritual.


Esto ya venía notándose entre grupúsculos de naturaleza esotérica, astrológica, contactista y demás, pero se manifestó con toda claridad en el año 2000 –a los milenaristas, por motivos obvios, les encantan los números exactos–. Todos recordaremos que, debido a unos supuestos fallos informáticos en cadena derivados de la fecha de dos dígitos que caracterizaba a la mayoría de ordenadores de su tiempo, el mundo tal y como lo conocemos se iba a terminar primero en la Nochevieja de 1999 y luego con el cambio de siglo. Lógicamente, los técnicos tomaron las precauciones oportunas, se hicieron las modificaciones necesarias, se corrigieron los fallos aparecidos y el mundo prosiguió su curso exactamente como el día anterior.

Desacreditadas las profecías religiosas, y saturado el público del temario habitual de Papas y cuartetas, quienes se ganan la vida con esto del milenarismo tuvieron que recurrir a saberes más olvidados y exóticos para mantener la clientela. El problema es que cuando uno se sale del entorno cultural de las grandes religiones monoteístas occidentales (cristianismo, judaísmo, islamismo y el zoroastrismo que impregna a las tres) el concepto de fin del mundo no es tan popular, pues les resulta bastante ajeno. Por ahí fuera creen en ciclos kármicos, ruedas de la vida y cosas así, lo que resulta difícil de conciliar con gloriosas Segundas Venidas o durísimos Días del Juicio Final. El sincretismo, una vez más, es la solución: buena parte de la literatura apocalíptica habla ya de cambios de ciclo o transformaciones de paradigma, normalmente relacionados con un suceso catastrófico pero no tanto y echando a la cazuela astrología, pseudociencia y elitismo. Lo mejor de todos los mundos, vaya.

La profecía de los mayas de 2012.


En esta búsqueda de nuevas fuentes de inspiración aptas para el gran público, los apocalípticos se encontraron con el Calendario Mesoamericano de Cuenta Larga, inventado probablemente por los olmecas pero conocido gracias a su vinculación con la cultura maya. Para usos cotidianos, los mesoamericanos precolombinos usaban un calendario religioso de 260 días y otro civil, solar, de 365. Pero ninguno de ellos servía para contar años, por lo que sus astrónomos crearon un calendario perpetuo con objeto de referirse a fechas lejanas en el pasado o en el futuro. Este es el Calendario de Cuenta Larga en cuestión.


La verdad es que el asunto da para un buen argumento. Los mayas fueron un pueblo nativo americano, surgido en lo que hoy en día viene siendo México y parte del extranjero, donde acostumbraban a vivir hasta la llegada del Conquistador. Curiosamente no conocían la rueda, pero parece que fue lo único en lo que no cayeron: estaban ocupados creando grandes ciudades, ziggurats llenos de jeroglíficos y una asombrosa astronomía más o menos en la época en que aquí los visigodos agonizaban para dejar paso al musulmán. Sus matemáticos conocieron el número cero y sus escribas redactaban la historia y los mitos de aquella cultura. Tenían una religión cañera, con sacrificios humanos y todo. Y lo que es más raro: en el siglo IX, a pesar de hallarse en plena expansión civilizatoria, los mayas meridionales abandonaron todo –incluso grandes expansiones urbanas en construcción– para desaparecer en las selvas. Se habla de un colapso ecológico agravado por cierta pertinaz sequía, pero en realidad nadie tiene ni idea del porqué. Lo que se encontró el Conquistador fue un pueblo en completa decadencia, fácil de invadir y asimilar, casi un okupante de todas aquellas riquezas antiguas.

El Calendario Largo que nos ocupa fue uno de los logros de estos olvidados mayas o sus predecesores olmecas. En su conjunto, puede usarse para calcular fechas durante cientos de miles de millones de años. Lo cual se nos antoja especialmente inquietante, sobre todo si tenemos en cuenta que por aquella época todo el mundo pensaba que el mundo tendría unos miles de años y los abismos cósmicos que hoy en día nos resultan naturales ni siquiera se habían empezado a sospechar. Por otra parte, claro, el hecho de que alguien elabore matemáticamente un sistema de contar hasta casi el infinito no implica que sepa lo que hay hasta casi el infinito. Más quisiéramos.


Al igual que el calendario occidental arranca en el año (falso) de nacimiento de Cristo, el Calendario Largo cuenta a partir de lo que nosotros llamaríamos el 11 de agosto del 3.114 a.C. Esta fecha se correspondería con un mito maya de la creación, y el Calendario Largo la expresa como 13.0.0.0.0 en su versión abreviada y 13.13.13.13.13.13.13.13. 13.13.13.13.13.13.13.13. 13.13.13.13.0.0.0.0 en la completa. Como hemos visto, la versión abreviada consta de cinco cifras, y era la de uso más corriente. Usando la versión abreviada, hay otra fecha que se podría indicar como 13.0.0.0.0: el 21 de diciembre de 2012 según el calendario común.

Y eso es todo. La profecía maya del 2012 se sustenta por completo en esta observación.

Si no ha estado expuesta a los envoltorios de misterio comercial y esoterismo de andar por casa, cualquier persona contestaría: "bueno... ¿y qué?" O sea, la versión abreviada de la Cuenta Larga marca otro 13.0.0.0.0 en torno al solsticio hiemal de 2012, así como la versión abreviada del calendario occidental marca 31 de diciembre cada Nochevieja, 1 cada vez que empieza el mes o lunes siempre que comienza la semana. Significa que cambiamos de baktun, igual que todos los siglos cambiamos de siglo, con la única diferencia de que un baktun dura 394 años y pico. Ya está. Nada más que decir, a menos que seas un vendedor de miedos, en cuyo caso te sacarás de la manga alineamientos galácticos (o de agujeros negros, que da más yuyu) corrientuchos para presentarlos como inquietantes; el fliposo planeta Nibiru de los contactados o su más cutre versión hispánica, el Hercólubus del Venerable Maestro Rabolú (no es coña); inversiones geomagnéticas relacionadas con el máximo solar (que se da cada 11 años y, por cierto, cae en 2013, no 2012); o delirantes disquisiciones sobre la numerología, el I Ching, el Hunab Ku o la mitología del Popol Vuh.


En realidad, cualquier cosa que suene bien para impactar a las almas cándidas olvidando que hablamos simplemente de un "arrancar la hoja del calendario" en versión mesoamericana antigua. Entre estas almas cándidas, por cierto, no se cuentan los descendientes genuinos de los mayas, que pasan bastante de todo el asunto (excepto los que aprovechan el invento para sacarle algún dólar, muy legítimamente, a los bobos del Primer Mundo en busca de la verdad).

Y es que los antiguos astrónomos olmecas y mayas –y quizá sus remotos descendientes– jamás habrían caído en semejante error: mezclar el tiempo con la forma de contar el tiempo, una tontada antropocéntrica que sólo las clases medias occidentales mal leídas y peor estudiadas podían pergeñar. Aunque algunos tengan carrera y todo, y por eso se crean el más sabio del lugar. Como dice Rafa Pla, hay mucha gente que pasa por la universidad, pero la universidad no pasa por ellos. O ellas. Veámoslo.

Del tiempo y de la manera de contar el tiempo.


El tiempo es un concepto que se les atraganta a muchos, e incluso algunos creen erróneamente que es una construcción arbitraria de la mente humana, recogiendo a sabiendas o sin saberlo las enseñanzas del budismo y de algunos sofistas griegos (si así fuera, entonces, ¿cómo habría evolucionado el universo hasta el momento en que los humanos pudimos surgir?). El tiempo es una dimensión, como lo son las del espacio, y sobre estas dimensiones espaciotemporales se desarrolla la realidad: el marco de referencia universal, por así decirlo. Se trata de una magnitud fundamental estrechamente relacionada con el calor y la entropía, siguiendo la Segunda Ley de la Termodinámica; fue la bajísima entropía del universo primigenio quien determinó la presente flecha del tiempo que avanza en un solo sentido.

Lo que pasa es que los humanos, para manejarnos con las magnitudes, inventamos unidades de medida. Nos sirven para saber cuánto hay de una magnitud determinada –tiempo, espacio, energía, masa, lo que sea– y éstas sí son esencialmente arbitrarias, creadas por el ser humano y dependientes de la cultura. El metro, por ejemplo. Un metro no es el espacio, sino una forma humana de medir una cantidad de espacio. Lo inventó en 1675 el científico veneciano Tito Livio Burattini, describiéndolo como la longitud de un péndulo de segundos.


Es cosa sabida que diversas culturas utilizan distintas maneras de medir el espacio, de manera igualmente eficiente, puesto que como descripción arbitraria que es funciona igual de bien o mal usemos la que usemos. Este es el caso de los anglosajones con su conocido Sistema Imperial en millas, pies y pulgadas, surgido de los navegantes marítimos y especialmente bien adaptado para barcos y aviones. O las unidades históricas, que a nuestros tatarabuelos les servían bien: la legua, el pie castellano, la toesa, la versta, al igual que la hanegada o fanega de tierra para el área, y el celemín o la arroba para el peso y el volumen. A decir verdad, la única gracia significativa del metro es que, como parte del sistema métrico decimal, resulta muy fácil convertir unas unidades en otras, a diferencia de lo que sucedía con estas medidas tradicionales.

Pero un metro no es el espacio. Confundir el espacio con la manera de medir el espacio es un error. Pensar que las unidades de medida humanas tienen algún efecto sobre el espacio, sus propiedades, su naturaleza o las cosas que suceden en él, una idea insólita y descabellada (a menos que este conocimiento nos permita modificar la realidad a través de la tecnología).


Lo mismo ocurre con el tiempo. Sólo que el caso del tiempo es aún más inaprehensible para los sentidos. Por lo general, desde muy antiguo se vincula a los ciclos de la luna, el sol y las estrellas, esto es, a fenómenos cíclicos de fácil observación con períodos percibidos como estables. Esto viene sucediendo desde mucho antes de que supiéramos que las órbitas de los astros se vienen a comportar como un "péndulo" muy preciso gracias a sus enormes masas gravitacionales. El paso de un día es obvio para cualquiera que tenga ojos en la cara, pero su duración varía a lo largo del año. Existen indicios de que venimos usando el mes lunar desde el Paleolítico, entendido como el tiempo que transcurre entre inicio de cuarto creciente e inicio de cuarto creciente. El año es también bastante antiguo, aunque ya requiere un poquito más de astronomía para darse cuenta de que el sol y las estrellas hacen las mismas cosas una vez, más o menos, cada doce meses lunares (en realidad las hacemos nosotros, al describir una órbita completa alrededor de nuestra estrella). Los antiguos persas ya lo usaban con normalidad, y seguramente venimos utilizándolo al menos desde los inicios de la agricultura y la civilización.

Más delicado es el asunto de la hora, el minuto y el segundo; al no haber nada inmediatamente obvio a los ojos que los determinen, su medición ha sido mucho más arbitraria y variable entre civilizaciones. Nuestra hora actual la inventaron los egipcios, dividiendo por doce el tiempo en que hay sol en el cielo por imitación de los doce meses lunares que hay en un año, y nos ha llegado a través de griegos y romanos. Los sesenta minutos que hay en una hora y los sesenta segundos que hay en un minuto son probablemente invención babilónica, que contaban en base 60, pero no tuvieron gran utilidad hasta que hubo relojes modernos. Por el extremo contrario, el siglo de 100 años y el milenio de 1.000 han ido apareciendo y desapareciendo de la mano de las culturas que usaban sistemas decimales, y no se generalizó su uso hasta la llegada del calendario gregoriano de 1582, el que nos sirve en la actualidad.


El ámbito de civilización mesoamericano estaba radicalmente separado del conglomerado cultural del Levante-Mesopotamia-Egipto-Mediterráneo Oriental donde se gestó la civilización occidental, y no consta ningún contacto sostenido antes de que Colón llegara hasta allá. Por ello, utilizaron una manera de contar diferente, en base 18 y 20, que es precisamente este Calendario de Cuenta Larga que nos ocupa, dividido en kins (días), uinals (20 días), tuns (360 días), katuns (7.200 días) y baktuns (144.000 días). Cambiar de baktun, por tanto, viene a ser como cambiar de siglo en la cultura occidental.

Y, por supuesto, no significa nada más. Un baktun no es el tiempo, como no lo es el año o el milenio. Confundir el tiempo con su unidad de medida es también un error. Pensar que las unidades de medida humanas para el tiempo tienen algún efecto sobre el tiempo, sus propiedades, su naturaleza o las cosas que suceden en él, una idea insólita y descabellada. Por mucho que los apocalípticos del 2012 y buena cantidad de astrólogos insistan en lo contrario.


Y sin embargo, escuchando a sus proponentes, cualquiera diría que el mundo va a cambiar de bases o ser directamente aniquilado el 21 de diciembre de 2012. Es más: da la sensación de que lo estén deseando. Entonces me acuerdo de mi difunto padre y su enigmática contestación. Pues sí, cualquiera diría que están deseando que suceda algo, algo gordo. Como no creo que lleguen al extremo de desear que se acabe el mundo con tal de tener razón –aunque nunca se sabe–, pienso más bien que operan en ellos mecanismos típicos de la mentalidad mágica y conspiranoica. Por un lado, ese deseo de sentirse parte de una élite exclusiva e incomprendida, la calidez de saber algo que el resto del mundo no sabe, de tener una razón de fondo. Por otro, una profunda insatisfacción y sentimiento de injusticia en su relación con este mundo, deseando de forma oculta que verdaderamente ocurra algo que cambie todo y ponga las cosas en su sitio. Todo ello, claro, sin levantarse demasiado del sillón. Y también la necesidad de creer en cosas y fuerzas ocultas que dominan el devenir de los tiempos, ante la imposibilidad de comprender sociedades y conocimientos que se les antojan demasiado complicados: desear que su explicación personal cuadre.


Por todo lo que sabemos, la Tierra no se acabará hasta dentro de unos cinco mil millones de años, cuando se la trague el Sol. Y el universo... bueno, empezaremos a discutir de ello cuando vayamos por un uno seguido de cuatrocientos ceros de años. Lamentable o afortunadamente, y salvo catástrofe personal de alguno de nosotros, nos veremos por aquí el día 13.0.0.0.1, que vendrá siendo el 22 de diciembre de 2012. Será otro día más, el mundo seguirá su ritmo, los apocalípticos buscarán algún nuevo temor que satisfaga esas necesidades secretas de tanta gente. Y si eres guapa, déjate de fines del mundo, mándame un e-mail y lo celebramos al estilo de papá.  :-D








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jueves, 26 de noviembre de 2009

Las armas láser no acaban de brillar.

De la ciencia ficción al limbo tecnológico.



¿Y quién no se quedó embobado al ver por primera vez un sable de luz en las manos de Obi Wan Kenobi, por no hablar de los dogfights en torno a la Estrella de la Muerte al estilo de la Segunda Guerra Mundial pero con láser en vez de ametralladoras? (Sí, pertenezco a esa generación, la que llamaba Guerra de las Galaxias a eso de Star Wars; y sí, también era demasiado peque para preguntarme por qué no se cazaban a misilazos de largo alcance o armas aún más sofisticadas como sería elemental en un remoto futuro.) Las armas de rayos ya aparecen en La Guerra de los Mundos de H. G. Wells (1898), aunque en este caso eran eléctricas: la tecnología entonces innovadora. Cuando se inventó el láser en 1960, los autores de ciencia-ficción se abalanzaron como leones sobre él... sólo para desilusionarse rápidamente.

De hecho, los láseres del dogfight mencionado ya no eran láseres según los guionistas de La Guerra de las Galaxias, sino blasters (aunque aquí siempre los llamamos láseres). En el episodio piloto de Star Trek, las pistolas eran de láser, pero rápidamente cambiaron a phasers. Y así con todos: armas ficticias más o menos sustentadas en la tecnología del láser, pero que no eran láseres. Porque, de hecho, el láser se demostró muy poco atractivo como arma desde casi el primer momento. A decir verdad, nadie sabía si aquella curiosidad científica terminaría siendo útil para algo.

El láser, básicamente, se deriva de una brujería cuántica llamada "emisión estimulada" que se sustenta  a su vez en la teoría atómica, en la teoría cuántica y en los estudios de Einstein sobre la radiación cuarenta y pico años antes de que lo inventaran. Un láser no es más que luz (esto es: fotones); sólo que una luz un poquito especial. Resulta que los átomos que componen toda la materia pueden estar en distintos estados de excitación, y esto significa que sus electrones cambian de órbita cuando están sometidos a aportes energéticos: calor, luz, electricidad. Pero al átomo, como a cualquiera de nosotros, no le gusta estar excitado sin poder aliviarse a la mayor brevedad posible para regresar a su estado habitual. Así pues, en cuanto puede tiene un, em, digamos, orgasmito, y eyac... ¡digo!, emite un fotón. Este es el origen del brillo que vemos cuando un objeto está incandescente (una bombilla, o el fuego, o una estufa, por ejemplo): átomos excitados por un aporte energético cuyos electrones van corriéndose (de órbita) para volver a su estado base tan pronto como pueden, emitiendo fotones (luz) en el proceso.

Es posible excitar los átomos de una manera particular para que al aliviarse liberen luz coherente, aprovechando sus características cuánticas. La luz coherente tiene varias propiedades interesantes: primero, emite en una única frecuencia (que, tratándose de luz, equivale a un único color, no el mezcladillo de colores que hay en la luz corriente); segundo, los frentes fotónicos están "sincronizados" de tal modo que llegan simultáneamente a su destino; y tercero, es altamente direccional: permite concentrar energía lumínica en un punto muy pequeño. Para lograrlo, se pone un conjunto de átomos en el mismo estado de excitación; en el momento en que uno de ellos se decide a relajarse y soltar un fotón, cuando ese fotón alcanza otro átomo "le contagia" sus propiedades y hace que libere su propio fotón con la misma frecuencia y dirección exactas (gracias a que los átomos sólo pueden estar en estados cuánticos definidos, iguales para todos). Y así sucesivamente. O sea, una especie de bukkake cuántico. Esto es la "emisión estimulada". Unos espejos se encargan de asegurar que todos estos fotones salen disparados en el mismo sentido. Y, ¡hop!, ya tenemos nuestro haz láser.

Tal coherencia, sincronía y direccionalidad han hecho que el láser termine sirviendo para muchas más cosas de las que se imaginaron en un principio. Su capacidad para concentrar energía de características exactas en un punto preciso lo hace extremadamente útil para un montón de aplicaciones: medicina, interferometría, espectroscopía, telemetría, corte, soldadura y otra montaña de técnicas industriales, fotoquímica, criogenización, microscopía, fusión nuclear... la monda, vamos. Incluyendo, por supuesto, la grabación y lectura de CDs, DVDs y otros medios similares de almacenamiento súper-denso de la información.

Pero como arma en sí mismo, más allá de su aplicación a técnicas de puntería, sigue siendo un juguetito de chicha y nabo.

Como ya te supondrás, tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética (qué raro, ¿eh?) gastaron años y millones por castigo en estudiar aplicaciones militares de estas armas de energía dirigida, que englobaban al láser y cualquier otro mecanismo de emisión de haces de partículas. Muchos recordamos la bravuconada de Reagan con su Iniciativa de Defensa Estratégica antimisiles, que la prensa, el público y los científicos rebautizaron rápidamente bajo el nombre –cómo no– de Guerra de las Galaxias: consistía, básicamente, en llenar el espacio de láseres y armas de haz de partículas para detener a los misiles nucleares soviéticos. No tenía ningún sentido científico ni tecnológico, los rusos lo sabían, y sirvió para poco más que para fomentar la investigación en el área. Fue discretamente reconvertida y disuelta en los actuales trabajos sobre misiles antimisil diez años después.

Pero, ¿por qué no tenía sentido? ¿Cuál es el problema?

El cañón láser no es tan buena idea.

Más allá de sus dificultades de implementación práctica en una guerra real, los láseres y otros generadores de energía dirigida presentan varios problemas de calado para su uso como arma. El primero de todos ellos es el blooming (florecimiento). Cuando esta energía pasa a través de la atmósfera a razón de más de un megajulio por centímetro cúbico, tiende a transferirse al aire (incluso en capas tenues de la atmósfera, como las que se encuentran a gran altitud) hasta hacerlo pasar a estado plasmático en torno al frente láser. Esto desenfoca el haz, lo debilita y lo dispersa: el medio por el que viaja "se ha enturbiado" debido a la propia acción del haz. Este efecto es especialmente intenso cuando hay niebla, humo, humedad o polvo en el aire. Se han postulado algunas soluciones posibles, pero impracticables en la actualidad: un gran –gran– espejo para que el haz viaje más disperso por la atmósfera hasta enfocarse en un punto concreto; una agrupación de miles de millones de antenas controladas por fase; un sistema por fases conjugadas e incluso concentrar todo el haz en un pulso muy corto de inmensa energía. En el estado actual de la técnica, ninguna de estas aproximaciones es realizable y las dos últimas terminan en destrucción del equipo emisor por sobrecalentamiento.

Un segundo problema, relacionado con el anterior, sucede tanto dentro de la atmósfera como en el espacio exterior. Cuando el láser –o arma de energía dirigida– alcanza al blanco, éste no resulta destruído instantáneamente, sino que va calentándose con rapidez pero de manera progresiva y de fuera hacia adentro. En el momento en que empiezan a evaporarse las primeras capas de material exterior del objetivo, éstas producen una neblina de ablación, que viene a provocar un "segundo florecimiento" en los últimos milímetros del recorrido. Obviamente, esto desenfoca y debilita también el haz, impidiéndole que siga destruyendo el blanco y permitiendo a éste enfriarse de nuevo. Para este problema se han planteado asimismo algunas soluciones: seguir atacando la nube de ablación con objeto de provocar una onda de choque destructiva en el medio, aprovechar la propia nube para inducir un nuevo haz, etcétera. Ninguna de estas posibilidades es realizable en la actualidad. Unido al hecho de que resulta relativamente fácil y barato diseñar "blindajes de ablación" ligeros, que amplifica tal efecto al evaporarse de una determinada manera e impedir la formación de ondas de choque aprovechables, este "segundo florecimiento" representa otro problema de gran calado para la creación de un arma láser funcional.

Un tercer problema es que, simplemente, los láseres de alta potencia consumen una barbaridad de energía de disponibilidad poco práctica para aplicaciones militares. Los equipos de alimentación y refrigeración alcanzan volúmenes masivos y pesos muy grandes. No es la clase de cosa que vuela con facilidad en un avión o en un satélite, ni desde luego algo para echarse al hombro o montarlo en un tanque. Podría resolverse a bordo de buques o en instalaciones terrestres fijas, pero desde luego no lo hace cómodo. No es la clase de equipo compacto, transportable y de mantenimiento sencillo o al menos improvisable que aprecian los militares cuando las balas vuelan de verdad.

El cuarto es que la coherencia del láser, como ya hemos visto, es delicada. Esto significa que la lluvia, la nieve, el polvo, la niebla, el humo, el follaje, las nubes y en general cualquier cosa tiende a absorberlo y dispersarlo.

El quinto es que, como ya apunté, es relativamente fácil diseñar y aplicar contramedidas eficaces, y no sólo los blindajes de ablación. La simple presencia de humos o partículas metálicas en suspensión alrededor del blanco provocarán un efecto de blossoming masivo; dejo a la imaginación del lector las muchas maneras de lograr esta protección mediante sistemas análogos a los dispensadores de chaff, los generadores de humo o cualquier otro procedimiento. La pintura reflectante y el diseño de formas que tiendan a la dispersión pueden reducir a un mínimo la efectividad del ataque láser. Láminas superficiales de gas frío, similares a las utilizadas en la súpercavitación, arrastrarán la mayor parte de la energía incidente sobre el blanco. Las mejoras en maniobrabilidad impiden su enfoque en un punto. El blindaje reactivo es eficaz también. Si el blanco a defender es un proyectil de algún tipo, aumentar su velocidad rotacional disminuirá el tiempo en que el láser enfoca al mismo punto, reduciendo su eficacia y obligándole a atacar durante más rato. Una combinación de estas y otras técnicas "anti-láser" aún más sofisticadas convertirá costosísimos sistemas de disparo de energía dirigida en artefactos inútiles para cualquier uso militar real.

Y sin embargo...



...tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética en su día, Rusia hoy y otros países vienen explorando la posibilidad, aunque por el momento a un nivel fundamentalmente experimental. El Beriev A-60 de 1981 y un láser terrestre montado en un camión que usaba como fuente de energía el motor de un MiG-23 (del que no parece haber información en Internet), así como el complejo Terra-3 de Saryshagan fueron los primeros intentos serios para construir un arma de tales características; el último de estos llegó a cegar la lanzadera espacial norteamericana. El Boeing NC-135 de las mismas fechas logró destruir algunos blancos ligeros a distancias muy cortas, pero los Estados Unidos no dispusieron de un análogo al Beriev A-60 hasta 2002, con el Boeing YAL-1. Otro programa norteamericano, el ATL, monta láseres en aviones AC-130 para atacar blancos terrestres a distancias relativamente cortas. Ninguno de estos aparatos parece haber producido resultados satisfactorios más allá de la anécdota, y permanecen como plataformas experimentales más o menos afectadas por los recortes presupuestarios.

La única arma láser que ha llegado a estar operativa con algún éxito fue la cooperación estadounidense-israelí THEL: entre 2001 y 2006, estuvo derribando algunos proyectiles artilleros y cohetes Katyusha de baja tecnología, disparados por los palestinos hacia Israel. El programa fue cancelado en 2006 por su poco alcance y sus muchas limitaciones prácticas. De las aproximaciones basadas en reflectores de gran altitud nunca más se supo. Se han desplegado algunas armas no-letales de energía dirigida, como el dazzler o el cegador ZM-87 chino, sin grandes resultados.

Recientemente, Boeing Integrated Defense Systems ha anunciado con mucho bombo y platillo que ha sido capaz de derribar algunos blancos desde un vehículo terrestre con un arma láser, presentándolo como un avance revolucionario. Las fotografías que acompañaban al comunicado de prensa son, probablemente, la expresión más gráfica del state of the art en armas de energía dirigida más allá de dispositivos de puntería y cosas por el estilo, hoy por hoy:

 

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