Que yo sea un paranoico no quiere decir que no me persigan.
Pero lo más corriente es que no me persigan y esté simplemente chalado.
Estrictamente, podríamos hablar de conspiración cada vez que dos o más personas se organizan en secreto para alcanzar un fin más o menos oculto que beneficiará a ambas de una forma u otra. Por ejemplo, yo podría ofrecer dinero a una conocida para convencer a la chica que me guste de que su novio le pone los cuernos, con el propósito de romper la pareja y de esa forma tener mi oportunidad con ella. Este sencillo contubernio es, sin duda, una conspiración donde se beneficia mi conocida (que cobra su dinero) y yo mismo (que he tenido mi oportunidad amorosa).
Cuando los promotores de la conspiración son estados o grandes grupos de poder político o económico, con el propósito de fomentar grandes cambios históricos que les favorezcan, la cuestión adquiere un carácter más siniestro. El abuso de la razón de estado al que son tan aficionadas las gentes poderosas invita a esperar lo peor de tales acciones, aunque en ocasiones sus organizadores hayan podido pensar que era lo mejor para todos. Una de las conspiraciones más antiguas que recuerda la historia es la de los liberatores, aristócratas que prepararon el asesinato de Julio César en los idus de marzo del año 65 aC, con el propósito fallido de impedir que la República Romana se convirtiera en Imperio Romano.
Desde entonces, hemos tenido muchas. El último siglo y pico no pasó sin su dosis correspondiente, desde los intentos del gobierno francés por ocultar el Caso Dreyfus denunciado por Émile Zola, hasta la operación GLADIO para el control ilegal de las democracias occidentales, que nadie sabe si sigue activa o no. Entre una y otra hay algunas notables, como la Operación Himmler en Gleiwitz para justificar la invasión nazi de Polonia al día siguiente y dar así comienzo a la II Guerra Mundial, hasta la Operación Cóndor que provocó y sostuvo numerosos golpes militares ultraderechistas en Latinoamérica favorables a los Estados Unidos. Otras conspiraciones conocidas en este periodo fueron la Operación Mockingbird de la CIA para corromper periodistas entre 1948 y 1976, el extraño programa de experimentos médicos y psiquiátricos MK ULTRA de esta misma organización para desarrollar técnicas de control mental más o menos delirantes, la Operación Ajax para derrocar al presidente democráticamente elegido de Irán y poner en su lugar al Sha o el Caso Irán-Contras durante la presidencia de Ronald Reagan.
En tiempos recientes pudimos ver conspiraciones en acción durante la estrategia de la Administración Bush para convencer al mundo de que el Iraq de Saddam tenía armas de destrucción masiva. Con un antecedente digno de mención: el falso testimonio de la presunta enfermera Nayirah antes de la I Guerra del Golfo. Nayirah revolvió al mundo contando con la frescura y sinceridad de sus quince años las atrocidades cometidas por las tropas iraquíes al invadir Kuwait, que incluían el robo de incubadoras dejando morir a los bebés sobre el frío suelo. Resultó que Nariyah no era enfermera, sino hija del Embajador de Kuwait en los Estados Unidos, y su historia una falsedad creada por la empresa de relaciones públicas Hill & Knowlton. Algo que debería haber avisado a muchos ante los sucesos de 2003.
En el mundo, pues, han existido, existen y existirán muchas conspiraciones. Sin embargo, de forma paralela, han venido surgiendo también lo que denominamos conspiranoias, contracción jocosa de conspiración y paranoia. Las conspiranoias –también llamadas teorías conspirativas o alternativas, con absoluto desprecio al significado real de la palabra teoría– son conjuntos de conjeturas irracionales que ven poderosas conspiraciones detrás de determinados sucesos políticos, sociales o económicos muy populares.
La conspiranoia está profundamente relacionada con la leyenda popular, y específicamente con el tipo contemporáneo de leyenda popular que denominamos leyenda urbana. Sin embargo, su desarrollo como fenómeno mediático y de masas comenzó con una conspiración en sí misma: los Protocolos de los Sabios de Sión. En apariencia, esta obra contendría las actas de una serie de reuniones secretas mantenidas por dirigentes judíos y masónicos para conquistar el mundo e imponer en él un régimen perverso. Utiliza un sospechoso lenguaje autoinculpatorio –nadie escribe así de sí mismo y sus intenciones– y el texto está plagado de generalizaciones, lugares comunes y simplezas. Pero los Protocolos calaron profundamente en el tradicional antisemitismo europeo, y millones de personas se los tragaron a pies juntillas –algunos siguen haciéndolo– pues básicamente sólo “confirmaban” por boca supuesta de judíos y masones lo que millones de crédulos ya pensaban de ellos.
Hoy en día sabemos que los Protocolos de los Sabios de Sión son en gran medida un plagio de una obra precedente del autor satírico decimonónico Maurice Joly, publicados en un diario de San Petersburgo en 1903 por el editor ultraderechista, racista y antisemita Pavel Krushevan. Krushevan había participado en varios pogromos –cacerías, apaleamientos y asesinatos de judíos rusos– y sentía un odio visceral por la estirpe de los hebreos y el progresismo político que caracterizaba a muchos de sus representantes, así como a los masones de su tiempo. Los Protocolos fueron un éxito instantáneo, pues venían a confirmar –falsamente– los miedos y sospechas de millones de personas incapaces de entender la enormidad de los cambios políticos y sociales de los siglos XVIII, XIX y XX. La Okhrana (policía política zarista) los utilizó extensivamente para tratar de convencer al pueblo y al Zar de que los afanes para la democratización de Rusia eran en realidad una conspiración judeomasónica. La revolución bolchevique de 1917 barrió todo ello, pero para entonces los Protocolos habían llegado a Europa Occidental, y tuvieron un papel fundamental en el antisemitismo de los regímenes nazifascistas que surgirían a continuación. Ninguno de todos ellos quisieron observar las similitudes con los libelos de sangre tan corrientes en Europa desde la Edad Media.
Sobre los Protocolos y otras simulaciones parecidas, los nazis constituyeron el mito de la cuchillada en la espalda (dolchstoßlegende). Según esta leyenda, todos los no-nazis de Alemania formaban parte de una conspiración antipatriótica cuyos objetivos eran desmembrar y aniquilar al país y sus fuerzas armadas para ponerlo en manos de judíos, masones y comunistas. Según los nazis, habrían sido estos individuos los artífices de la derrota en la I Guerra Mundial, del separatismo bávaro, de la disolución de la identidad cultural alemana, de la crisis económica que azotaba al país y, en general, de la sequía y también de las inundaciones. Los nazis eran los únicos que amaban a Alemania; todo el que no estuviera con ellos, es porque quería destruir la nación. Similar discurso usaron sus aliados Franco, Mussolini o Hiro-Hito. Con nosotros quien quiera, contra nosotros quien pueda. Y todo eso. No resulta difícil observar delirios análogos en muchos personajes de la actualidad. Más curioso resulta constatar que la primera gran conspiranoia de la era moderna constituyó una conspiración en sí misma, destinada a destruir a los mismos que pretendía simular. Quizá sea verdad eso que dicen de que el conspiranoico no hace sino proyectar sus sueños más ocultos, lo que haría él si tuviera el poder.
Raíces psico-sociales de la conspiranoia.
El éxito de una conspiranoia depende de varios factores. El primero, y fundamental, lo comparte con las leyendas urbanas: tiende a reafirmar radicalmente los prejuicios, preferencias y sospechas del lector o espectador. Las personas que tienen una pobre opinión de los Estados Unidos o su sistema político y económico, por ejemplo, son más proclives a tragarse las conjeturas conspirativas que los dejan en mal lugar: las historias sobre el 11-S, el alunizaje de 1969, etcétera. Esto incluye a un buen número de norteamericanos. Por su parte, los partidarios de este sistema tienden a tragarse también cualquier conspiranoia que degrade a sus oponentes: aceptan sin crítica alguna cualquier relato que presente con una luz negativa a la URSS o al comunismo, al ecologismo, y en los últimos tiempos al Islam, sin importar lo delirante que sea. Lo mismo cabe decir de los islámicos con toda leyenda sobre Israel o los Estados Unidos. Y un largo etcétera.
En España, vemos claramente cómo las personas de izquierda suelen recoger sin análisis las conspiranoias sobre el intento de golpe de estado del 23-F, mientras que las de derecha hacen lo propio con las supuestas tramas tras los atentados del 11-M o las advertencias frente al calentamiento global. En general, a todo el mundo le encantan los cuentos que vienen a reforzar su visión del mundo, dejando definitivamente claras las cosas. Como si fuera posible tal cosa.
Pero el éxito de las conspiranoias no se puede entender sin otro factor esencial: la ignorancia. Todas las conspiranoias se sustentan en una incomprensión esencial de los grandes procesos políticos, económicos, tecnológicos y sociales que transforman a las sociedades, simplificándolos en la acción de un enemigo interesado. Todas las conspiranoias ofrecen una visión simplista y fácilmente comprensible de la realidad y sus transformaciones, acorde a los propios prejuicios y miedos. En su atrocidad, resultan confortables, pues no obligan a la ardua tarea de cambiar de forma de pensar e incluso vivir: todo es cosa de las acciones de ellos –los malvados– y nosotros –los buenos– somos sus víctimas y haremos bien en mantenernos fieles a nuestra visión del mundo. Toda conspiranoia no es más que una historia de buenos buenísimos y malos malísimos, sin matices, tonos de gris ni incómodos cuestionamientos.
Este carácter simplón de las conspiranoias se evidencia claramente en la naturaleza de los temas que tratan: hechos muy visibles, muy populares, incluso televisivos. Al concentrarse en el estudio más o menos enloquecido del hecho en sí, omiten los procesos a gran escala en los que se incardina, y cuando surge la necesidad de explicarlos recurren sistemáticamente –de nuevo– a la acción de los malos: los Illuminati, el Nuevo Orden Mundial, los judíos, los marxistas, los masones... cualquier cosa, menos entender la evolución de la historia a gran escala.
Así, la conspiranoia adquiere caracteres de pensamiento circular: se justifica y explica a sí misma mediante el uso de comodines comunes. Con el tiempo, se ha venido a crear lo que llaman fusión paranoica: conspiranoicos de todos los pelajes recurren a los mismos comodines simplones para dar explicación a las razones profundas de todos estos sucesos. Todo lo que ocurre en el mundo pasa a ser una conspiración a gran escala de sus malos favoritos, en una especie de Matrix creado a la medida de cada cual.
Sin embargo, precisamente por su simplismo y esencial falsedad, las conspiranoias rara vez son capaces de articular aspectos sustanciales –incluso obvios– de la realidad que pretenden estudiar. A quienes no creen que los norteamericanos llegaran a la Luna les resulta imposible explicar por qué la Luna está llena de objetos dejados allí por las distintas expediciones, por qué los soviéticos –que controlaban estrechamente esos vuelos por radar y radiogoniometría– no pusieron el grito en el cielo, o por qué hay cientos de muestras de rocas lunares que si fueran falsas se delatarían con sencillos análisis geológicos. Aquellos que piensan que las políticas contra el calentamiento global son una estafa de científicos y ecologistas para meterles la mano en sus honrados bolsillos de clase media no logran cuadrar sus conjeturas con los datos obvios de cambio climático registrados por centenares de instrumentos en la Tierra y en el espacio. Y así con todo.
Entonces, las conspiranoias se concentran en los árboles para no ver el bosque; con frecuencia, mediante un obsesivo detallismo en aquellos aspectos menos relevantes de los hechos objeto de estudio, a veces impresionantes por su grado de minuciosidad. Estos puntillosos análisis, con frecuencia salpimentados por la opinión de supuestos expertos a quienes en realidad nadie conoce, a veces pasan como profundidad a los ojos no avisados y contribuyen a aumentar los creyentes en la conspiranoia. Por este camino, tarde o temprano llegan al absurdo: por ejemplo, negar que hubiera aviones en los atentados del 11-S (a pesar de los cientos de miles de testigos que los observaron con sus propios ojos en los lugares más visibles de Nueva York y Washington DC, casi en hora punta).
A esas alturas, la conspiranoia ha adquirido ya características de verdad religiosa, que desafía a la razón en favor de su propia realidad alternativa y debe ser difundida al mundo mediante el proselitismo. Como nadie con una mínima seriedad les hace caso (y quienes pudieron tener dudas al respecto y apoyarles en un principio se retiran rápidamente ante tantas chaladuras), la Verdad se multiplica en YouTube y en los foros de Internet, reemplazando a las antiguas revistas y folletines. Cientos y miles de personas debaten ardientemente sobre cada minúsculo detalle que el conspiranoico de turno haya descubierto desde su sillón, autocomplaciéndose y reafirmándose, mientras la realidad simplemente sigue su propio camino. Unos caminos que cada vez entienden menos.
Por ello, estas personas –que se creen verdaderos resistentes ante poderes malignos, héroes de sofá– se vuelven extremadamente fáciles de manipular. Como ocurre, básicamente, con todas las víctimas de la ignorancia. Especialmente aquellas que, por tener quizás estudios o puede que alguna carrera, no saben que son ignorantes.
Política y economía de las conspiranoias.
Lo que muchos conspiranoicos no saben es que en realidad le hacen el caldo gordo a gentes que quizás no les caerían muy bien si llegaran a conocerlos.
Por un lado, las conspiranoias son un negocio multimillonario que beneficia a editores de periódicos y revistas, productoras de pseudodocumentales y páginas de Internet con píngües beneficios publicitarios. Esto, en sí, es malo pero quizá no atroz: cada uno se gana las habichuelas como puede. En el caso de algunas publicaciones norteamericanas, estas habichuelas ascienden a decenas de millones de dólares anuales.
Por otro lado, algunas religiones vienen apuntándose con éxito desde hace mucho al carro conspiranoico. Como ya hemos apuntado, religiones y conspiranoias comparten muchos puntos en común, y la conspiranoia ayuda a rellenar vacíos y contradicciones religiosas presentándolas como engaños de una trama oculta al servicio de cada demonio particular. Este es el caso de numerosos radicales islámicos –contra Estados Unidos e Israel– o cristianos –contra las políticas progresistas y lugares donde se les da pábulo ocasionalmente, como la ONU–.
Pero, por encima de todo, deja el campo abierto a políticos con pocos escrúpulos que ofrecen soluciones a los problemas planteados por la conspiranoia. El “conspiracismo” genera cabezas de turco fáciles de atacar o invisibilizar mediante meras transformaciones terminológicas, y justifica acciones políticas que de otro modo se considerarían irracionales o ampliamente impopulares. Estas acciones van desde reducir presupuesto para los estudios científicos sobre el medio ambiente hasta asignarlos a la enseñanza del diseño inteligente –creacionismo– en las escuelas.
Al político también le sirven los conspiranoicos para cerrar filas, pues le permite plantear los sucesos de la realidad de tal forma que nunca entren en contradicción o parezcan la consecuencia de lo que apoyaron anteriormente. Si todo es una gran manipulación de unos malvados actuando en secreto, nadie es responsable de nada. Además, refuerza el efecto de una mayoría noble –naturalmente: nosotros– bajo acoso de una minoría perversa –por supuesto: ellos–, lo que viene a justificar cualquier cosa en una realidad alternativa que sólo escucha a sus propios gurús y resulta inmune al discurso de la razón.
Puestos a conspiranoicos...
Si alguien me encargase diseñar una cortina de humo para ocultar hechos sustanciales de la realidad, lo primero que haría sería subir unos cuantos videos al YouTube echándole las culpas a los judíos, a los comunistas, a los masones o a los Illuminati. Alguno aparentemente racional, los demás lo más enloquecidos que sea posible, de tal modo que cualquier pregunta incómoda quede difuminada en la barahúnda de los chalados.
Y estoy seguro de que no soy el único al que se le ha ocurrido esta idea.
Aprendiendo a distinguir conspiración de conspiranoia.
Las conspiranoias tienen unos elementos comunes que facilitan su identificación a la persona mínimamente avisada. En general, todas presentan varias de las siguientes características:
- El relato hace referencia a hechos muy conocidos, muy mediáticos, incluso espectaculares, que forman parte de la cultura popular.
- El relato (que se suele plantear como un nosotros sólo hacemos preguntas, aunque es evidente que no quieren ninguna respuesta: ya las tienen todas) está compuesto de afirmaciones que no se pueden demostrar. Ni falta que les hace.
- El relato es una historia hollywoodiense de buenos muy buenos e inocentes y malos muy malos capaces de cualquier cosa y provistos de una osadía extrema.
- Mucho antes de que la conspiranoia esté totalmente elaborada, los buenos y los malos ya han sido determinados y todo el resto de sus análisis está encaminado a demostrarlo. Siempre empieza con el quién y por qué, y luego elabora el cómo.
- Hace falta la participación activa de una cantidad de gente enorme y diversa para que el relato conspiranoico se sostenga. Con frecuencia, requiere de la cooperación y el silencio de miles o millones de personas con intereses dispares e incluso contrapuestos, cosa que en la realidad nunca se da.
- El relato tiende a validar los prejuicios, miedos y sospechas de sectores sociales fácilmente identificables, normalmente a lo largo de líneas izquierda/derecha o similares, y típicamente los de la persona que te lo está contando. La conspiranoia no contiene ninguna idea incómoda para los buenos de la película. La mayoría vienen a constituir una dolchstoßlegende.
- El relato es increíblemente exhaustivo en los detalles pero omite hechos sustanciales, el cuadro general y los condicionantes históricos: “concentrarse en los árboles para obviar el bosque”. Y en último término, es en extremo simplista, cómoda y conformista una vez separada la paja del grano.
- A pesar de que supuestamente hay cientos de presuntos expertos a favor de la tesis conspiranoica, ninguno de ellos es realmente relevante en su campo de estudio. Resulta especialmente recurrente la apelación a “científicos” sin precisar su crédito y especialidad.
- Detrás de la conspiranoia hay unos amos del mundo (o de España, o de donde sea) completamente secretistas, con intenciones extrañas; como si los poderosos necesitasen algo más que un teléfono (vale, encriptado) para ponerse de acuerdo. Las intenciones de los malos son extremadamente malas, mucho más allá de las habituales de alcanzar y mantener el dinero y el poder o disimular las meteduras de pata.
- Cualquier debilidad del relato conspiranoico se justifica con otra conspiranoia aún más gorda, con apelaciones al “sentido común” o mediante simples afirmaciones ignorantes.
- Si las autoridades relevantes ignoran a los conspiranoicos, están intentando ocultar los hechos. Si responden, es que están intentando defender “lo indefendible”.
- El relato de la conspiranoia supone que los malos utilizan métodos extremadamente retorcidos, caros e ineficaces para alcanzar sus objetivos; y sin embargo, siempre tienen éxito, como si su plan fuese un mecanismo de relojería insensible a fallos y sorpresas comunes en toda actividad humana. Exactamente como en el guión de una película no muy buena.