Los espías del cielo también tienen sus limitaciones
Algunas películas, novelas y no pocos propagandistas han hecho creer a mucha gente que los satélites de reconocimiento constituyen una especie de
ojo de Dios con el que las principales potencias espaciales pueden vigilar a todo el mundo en todo momento y lugar. Muchos recordaremos, por ejemplo, aventuras como
Enemigo Público donde el protagonista es perseguido de modo singularmente paranoico mediante toda clase de medios tecnológicos. No son pocas las referencias –incluso entre autores de cierto crédito– apuntando a que estos observadores celestiales podían leer los titulares de un periódico o reconocer una cara entre una multitud hace ya años e incluso décadas. De algún modo, la popularización de servicios cartográficos satelitarios como el conocido
Google Maps (o Google Earth) y similares ha conducido a algunos a pensar "si esto es lo que dejan ver al público, ¿qué no tendrán ellos?" Para la gente de a pie que alguna vez ha considerado esta cuestión, los satélites de reconocimiento parecen haberse convertido en algo religioso, análogo a esos dioses capaces de ver lo que haces día y noche, estés donde estés, quizá tomando nota para algún remoto Juicio Final.
Bien, pues todo esto resulta un poquito paranoico. No seré yo quien discuta las capacidades de los modernos satélites de reconocimiento, pero dentro de unos márgenes. Como toda tecnología, sus posibilidades quedan limitadas por la ciencia que hay detrás... y por el dinero y los recursos disponibles.
Las cuestiones relacionadas con los satélites de reconocimiento, en tanto que medios de espionaje globales, suelen ser secretas. Pero no un poquito secretas, sino secretas del demonio, gestionadas por agencias
oscuras especialmente constituidas a tal efecto y protegidas por numerosas –y severas– leyes. No seré yo quien se meta en semejantes mejunjes, pero a fin de cuentas la ciencia que alienta esta tecnología es conocida. Esa es una de las cosas bonitas de la ciencia: no se puede mantener en secreto. Una cierta aplicación tecnológica sí, pero la ciencia de fondo no, porque la ciencia sólo puede avanzar cuando es pública y está al alcance de muchos cerebros. Aunque fuera concebible un programa científico confidencial, no tardaría mucho en estancarse y quedar atrasado con respecto a los abiertos. Incluso cosas tan secretistas como la tecnología de las armas nucleares depende de avances científicos disponibles en cualquier universidad. Por mucho que se intente, no funciona de otra manera.
Máxime cuando nos referimos a leyes fundamentales de la física (o de otras ramas de la ciencia), que son iguales para todo el universo conocido y están al alcance de cualquier estudioso. Así que no nos dejemos impresionar tanto por todas esas organizaciones
oscuras y leyes de secretos oficiales, y echémosle un vistazo a estos presuntos
ojos casi divinos a la intensa luz de la ciencia.
Reconocimiento óptico
Los primeros intentos para construir un satélite de reconocimiento se encontraron con problemas y fracasos sonoros, como sucede con cualquier actividad pionera. Algunos de ellos fueron notables, como uno de los primeros prototipos CORONA norteamericanos (el Discoverer-2 de la serie
KH-1, abril de 1959) que debido a un pequeño error tuvo la mala idea de regresar a la Tierra... doscientos kilómetros al norte de Moscú, en pleno territorio soviético, y no en las islas Hawaii como tenía programado. Fue hallado por unos leñadores y terminó en manos del contraespionaje ruso, aunque por suerte para los estadounidenses esta prueba primitiva no era mucho más que una esfera metálica. Otra metedura de pata curiosa fue la del segundo
Zenit-2 soviético (Cosmos-4, abril de 1962), un satélite ya completo y plenamente operacional que funcionó de lo más bien salvo por el ligero problema de que, debido a un fallo en el sistema de orientación,su cámara apuntaba hacia el espacio exterior en vez de hacia nuestro planeta, sin remedio posible. Superados estos primeros dolores de parto, para 1963 más o menos tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética disponían de satélites de reconocimiento óptico operativos. Esto es: satélites que hacían fotos desde sus órbitas, cuyas películas (y cámaras en el caso soviético) regresaban a la Tierra para ser recuperadas por una variedad de métodos.
Cabe reseñar que desde el principio los resultados fueron espectaculares y la resolución, asombrosa, permitiendo hacer cosas como contar el número de vehículos en un aparcamiento... en cualquier lugar del mundo. Las cámaras espaciales norteamericanas fueron generalmente desarrolladas por
Eastman Kodak y las soviéticas,por la Fábrica Optomecánica de Krasnogorsk (ahora
KMZ), donde también hacían las populares Zenit SLR. Los satélites Zenit, además, iban provistos con un sistema de televisión que almacenaba imágenes durante su recorrido orbital y las transmitía a tierra cuando sobrevolaba territorio ruso,pero no se veía muy bien y fue eliminado poco después.
Un problema de los satélites de reconocimiento óptico es que, por motivos obvios, deben volar tan bajo como sea practicable: la misma cámara y la misma óptica obtendrá resultados mejores cuanto más cerca del objetivo se halle. Esto los confina generalmente a las órbitas bajas (LEO), donde son fácilmente detectables y visibles incluso a ojo desnudo. Y, para el caso, interceptables por armas antisatélite (aunque no parece que haya muchas en servicio).
Otro problema, derivado del anterior, es que los satélites de reconocimiento óptico sólo ven realmente bien en una estrecha franja a sus pies, típicamente de unas decenas o algún centenar de kilómetros. Incluso usando cámaras orientables u ópticas de gran apertura, más allá de esa distancia la luz procedente de la Tierra tiene que atravesar diagonalmente grandes extensiones de nuestra turbia atmósfera, degradando e incluso arruinando los resultados. La solución evidente sería alejar el satélite a mayores altitudes, pero eso nos conduce de nuevo al problema anterior. Es posible maniobrar el satélite para alterar un poco su trayectoria, pero esto debe programarse con mucha antelación y consume rápidamente sus reservas de combustible de maniobra, adelantando el fin de su vida útil. No es –ni de lejos– tan sencillo como decir "muévemelo un pelín para allá, que quiero ver mejor eso de ahí"; típicamente habrá que esperar a otra órbita que cubra el área, horas o incluso algún día después.
Cada potencia vigila, cataloga y sigue con gran detalle los lanzamientos de sus oponentes, conociendo así cuándo hay un satélite extranjero en el cielo, y en qué circunstancias. Así, quien tiene acceso a esta información puede saber cuándo está siendo observado, cuándo no, y en el primer caso con qué limitaciones.
Un tercer problema está relacionado con la máxima resolución posible, que los incapacita de hecho para eso de leer un titular periodístico, identificar una matrícula o reconocer una cara. Un satélite de reconocimiento moderno es como un telescopio espacial del tipo del Hubble o el Spitzer, y está sujeto a sus mismas leyes ópticas. Una de ellas dice que su resolución no es infinita, sino que está sometida al
criterio de Rayleigh para la resolución angular y al
límite de Dewes. Debido al tamaño máximo de los cohetes espaciales actuales, sabemos que el espejo de un satélite de reconocimiento no puede tener más de tres metros de diámetro, y más probablemente se encuentre en torno a los 2,4 m del Hubble (utilizan similares transportes y lanzadores). El límite de Dewes–no lo olvidemos: una ley física básica– determina que ni el más perfecto de los telescopios puede tener una resolución mejor que
Rº'' = 11,6 / Dcm. Si
Dcm = 240 cm, entonces la resolución angular
Rº'' teórica máxima es de 0,048 segundos de arco.
¿Y esto qué significa? Pues significa que a una altitud típica de 550 km, la máxima resolución efectiva posible
es de casi 13 centímetros. Es decir, cada píxel puede tener, en el mejor de los casos, trece centímetros de lado (en la práctica, casi nunca se consiguen resoluciones tan buenas, ni siquiera inmediatamente a los pies de la astronave; una aproximación más realista en condiciones atmosféricas y de iluminación normales rondaría los 25 cm). Si tenemos en cuenta que las facciones de una cara humana caben enteras en un rectángulo de trece centímetros de lado, eso significa que toda la cara queda representada por un único píxel, y por tanto un satélite de reconocimiento
no puede distinguir rasgos específicos que permitan la identificación de esa persona. Mucho menos leer el titular de un periódico o una matrícula (cuyos caracteres tienen
un máximo de 7,7 cm y además están en un ángulo dificilísimo para su observación desde arriba).
Esquema óptico de los nuevos satélites de reconocimiento rusos Persona
. Sí, el diseñador de las ópticas es LOMO, la misma corporación que creó en su día las cámaras usadas en lomografía, sólo que muchos años después y con técnicas un poquito más depuradas. ;-)
Un satélite con un espejo imposiblemente grande de tres metros haciendo una pasada baja a 70 km (a esto se le llama un
swoop, y sólo se haría en una emergencia extrema, pues
quema la astronave) podría llegar a tener una resolución teórica máxima de centímetro y medio hasta que resultara dañado o destruido. Sin embargo, nadie va a jugarse así un satélite de dos mil millones de dólares a menos que haya una guerra a gran escala en marcha, o cosa parecida, y resulte estrictamente necesario (y las condiciones atmosféricas permitan obtener algún beneficio de tal
suicidio). Manteniéndose dentro de lo razonable, un satélite hipotético con un espejo de 2,8 metros en el perigeo mínimo de una órbita Molniya (aproximadamente 150 km) tendría una resolución teórica máxima de unos 3 cm, con lo que en condiciones ideales y utilizando un
software muy sofisticado puede que llegara a distinguir una cara que mirara directamente hacia arriba justo a sus pies, pero no en ninguna otra circunstancia, ni tampoco las matrículas o titulares en cuestión.
En el mundo real, las mejores resoluciones que se obtienen en ángulos idóneos, altitudes mínimas y con una meteorología perfecta oscilan entre los 5 cm (una cabeza reducida a cuatro píxeles) y los 15 cm, y más normalmente entre 10 y 40, no tan lejos de los 50 cm que caracterizan a los satélites comerciales. Los modernos satélites norteamericanos (
Improved Crystal) y rusos (
Kobalt-M y el nuevo
Persona) son máquinas tremendamente poderosas y sofisticadas, pero sin duda no pueden violar las leyes de la óptica.
Un último problema de los satélites de reconocimiento óptico es que los tejados de los edificios o las cubiertas de los barcos les representan barreras invencibles, y en general cualquier cosa que esté bajo tierra o simplemente tapada. A menos que quede algún ángulo libre por donde el satélite pueda mirar o haya una fuente de calor delatando la naturaleza del contenido en el infrarrojo, una casamata de pastores o una cueva puede inutilizar miles de millones en tecnología espacial.
Finalmente, añadir que la nubosidad, la niebla, la contaminación, la calina y la noche degradan significativamente las prestaciones de los satélites de reconocimiento óptico, reduciéndolos a la observación en bandas infrarrojas, no tan precisa (sin embargo, los objetivos calientes –del tipo de motores, industrias, incendios o cosas así– pueden llegar a observarse mejor en plena noche, especialmente cuando hace frío; no existe constancia de que se haya podido detectar realmente un cuerpo humano por esta vía a menos que ya se hubiera delatado de otras maneras).
Merece la pena mencionar entre los actuales, además de los Improved Crystal y Persona, el
Helios-2 (Francia, en un programa donde también participa España desde 1995), los
Offeq-5 y 7 (Israel), el
TES (India) y el
SJ-8 (China). Es también interesante reseñar que un multimillonario concepto global para reemplazar los satélites de reconocimiento óptico estadounidenses, la Future Imagery Architecture,
fue cancelado en fechas relativamente recientes por su coste excesivo y graves problemas conceptuales.
Reconocimiento electrónico o de señales
Recuerdo con cariño a una persona que, mientras conversábamos sobre un tema que le parecía delicado en el jardín de su casa (realmente no lo era), de pronto calló y me hizo callar señalando discretamente a los cielos. Al parecer, este ser humano estaba convencido de que hay satélites capaces de escuchar las conversaciones, ignorando que la propagación del sonido termina (claro) con la atmósfera terrestre y es de hecho imperceptible a pocos cientos de metros, quizá en una mala lectura de lo que pueden hacer los satélites de reconocimiento electrónico.
El primer satélite de inteligencia de señales fue probablemente el GRAB-1 norteamericano de 1960, bajo la tapadera de una misión científica para detectar la radiación galáctica. En 1963 los Zenit soviéticos de reconocimiento óptico, más grandes que sus contrapartes estadounidenser, incorporaban ya también sensores de radiofrecuencia. Estos satélites primitivos no eran capaces de mucho más que captar emisiones de radio omnidireccional muy potentes. Algún escéptico llegó a apuntar por la época: "para oír Radio Moscú, la sintonizo en mi casa y nos ahorramos toda esta pasta."
Sin embargo, este escéptico no resultó muy visionario. Pocos años después, conforme los instrumentos se iban tornando más sofisticados, tanto los EEUU como la URSS estaban obteniendo inmensas cantidades de información por el procedimiento de escuchar las transmisiones de radio y radiotelefonía desde sus satélites, a lo largo y lo ancho del mundo. Al mismo tiempo, ambos dedicaron grandes recursos a la protección y cifrado de sus propias comunicaciones, conscientes de que ahora su archienemigo podía estar escuchándoles en cualquier momento, desde los cielos.
Y es que a fin de cuentas una emisora hace eso: emitir, de la mejor manera posible. A diferencia de los satélites de reconocimiento óptico o electro-óptico, obligados con frecuencia a espiar sombras que no quieren ser espiadas, los satélites de inteligencia electrónica no hacen más que escuchar a alguien que ha decidido emitirse a sí mismo. La cuestión, claro, es que una sociedad moderna –y un ejército moderno– es impensable sin una infinidad de transmisiones constantes: radio, radar, telefonía, televisión, enlaces de datos, mil cosas.
Como los satélites de inteligencia electrónica escuchan cosas que desean ser escuchadas (si no, ¿para qué emiten?) no se enfrentan a muchos de los problemas característicos del reconocimiento óptico. Por ejemplo, pueden operar desde órbitas muy altas e incluso geoestacionarias, cubriendo un hemisferio entero, pues gran parte de las transmisiones se reciben con facilidad desde allí. Las condiciones atmosféricas les molestan poco, las ondas hertzianas atraviesan de forma natural muchas paredes y otros objetos sólidos, el día y la noche y la ventisca y el huracán les resultan irrelevantes. Su principal problema son las condiciones solares y disponer de suficientes canales para captar toda esa información. De ahí se retransmite vía otros satélites a los grandes centros de análisis de datos (como el conglomerado en torno a ECHELON en los países angloparlantes o los servicios analíticos del GRU y el FSB) para unirlo con lo obtenido por otras fuentes y procesarlo.
Realmente, para alguien que no desee ser detectado y escuchado, la inteligencia de señales es el mayor problema en la actualidad. Es relativamente fácil de evitar, por el sencillo procedimiento de
desconectarse, pero tal cosa es poco practicable y muy problemática para cualquiera que desee permanecer en el mundo moderno. Para un estado, una empresa o una fuerza militar, resulta imposible, y en este caso es preciso recurrir a comunicaciones terrestres mediante fibra óptica o similar, con costosos mecanismos de protección a lo largo de todo su recorrido; o a medios criptográficos inciertos, de los que nunca se puede saber su verdadero nivel securitario.
Los satélites de reconocimiento electrónico más modernos que se conocen son los
MENTOR (EEUU),
Tselina-2 y
Liana (Rusia), a quienes cabe añadir desde 2004 los
SJ-6 chinos.
Reconocimiento oceánico y radárico
A quienes conciben estas cosas no se les pasó por alto la posibilidad de instalar radares en sus satélites para vigilar mejor la Tierra. Un radar de apertura sintética instalado en el espacio permite
ver a través de las nubes y otros fenómenos atmosféricos que arruinarían las imágenes de un satélite óptico, tiene una capacidad (limitada) de barrer a través de objetos no metálicos, y sobre todo es capaz de detectar muy bien las zonas de transición entre distintos elementos; específicamente, entre el metal y otros elementos. En la parte negativa, su resolución no resulta excepcional y sus transmisiones –necesariamente muy potentes, hasta el punto de necesitar fuentes de energía nucleares– son fáciles de detectar.
Fue la URSS y después Rusia quien apostó definitivamente por esta tecnología, con las series
Almaz (reconocimiento terrestre) y los famosos RORSAT (
US-A) de vigilancia marítima y oceánica, con el propósito de mantener permanentemente controladas las flotas militares y los buques mercantes de Occidente. En 1998, tras décadas de completo predominio ruso en este campo, Estados Unidos terminó incorporándose también con sus
Lacrosse.
Defensa nuclear
Otros satélites que se pueden calificar como
espías son los destinados a la detección temprana de lanzamientos de misiles atómicos o el descubrimiento de explosiones nucleares. Estas son astronaves enormemente especializadas para esta función, que existen y operan bajo el máximo secreto; pero no sirven para muchas cosas más. Se trata, en esencia, de sensores térmicos, neutrónicos y de rayos X grandes, ultrasensibles y sofisticados situados en órbita para detectar lo antes posible la pluma de calor emitida por el cohete propulsor de estos misiles o una explosión nuclear en cualquier punto de la Tierra.
Para esta función, los Estados Unidos operan los
DSP y SBIRS; Rusia, la serie
OKO.
Las principales limitaciones: dinero, operatoria, análisis.
Pero las mayores limitaciones de todos estos satélites de reconocimiento no son tanto científicas o tecnológicas como de índole práctica. En primer lugar, está el problema del dinero. Algunas de estas astronaves son piezas únicas, en el mismísimo borde de lo que sabe hacer el ser humano. Tanta sofisticación resulta francamente cara: dos de ellos pueden perfectamente costar tanto como un portaaviones atómico de cien mil toneladas. Por ello, se construyen y lanzan con prudencia (y sigue siendo hasta cierto punto frecuente que se pierda alguno debido a fallos o accidentes en el lanzamiento, con pérdidas multimillonarias; mandar cosas al espacio aún no es como pillar el avión). El número de satélites operativos en cada momento determinado rara vez asegura completa cobertura; en el caso de los ópticos, harían falta centenares de unidades para mantener cobertura permanente, lo que resulta simplemente imposible en términos económicos y materiales.
Estas limitaciones tecnológicas conducen, a su vez, a limitaciones en la operatoria; sobre todo en lo que se refiere a los ópticos y radáricos. Como ya se ha dicho, éstos sólo ven bien en franjas muy estrechas, a poder ser justo debajo de ellos, y es posible que pasen días enteros (hasta tres) antes de que el satélite vuelva a pasar por el mismo lugar. Maniobrarlos fuera de previsiones consume rápidamente un combustible muy escaso en el espacio, acortando radicalmente su vida útil. Los únicos que gozan de cierta libertad en este sentido son los de espionaje electrónico, gracias a que pueden operar desde grandes distancias. Pero, a su vez, éstos quedan limitados por su número de canales simultáneos disponibles.
En último término, el problema más retorcido del reconocimiento estratégico es el análisis y la interpretación de los datos. Por una parte, siempre cabe la posibilidad del engaño (igual que hay gente experta en hacer satélites de reconocimiento, hay gente igualmente experta en tomarles el pelo a ellos y a sus operadores). Por otra, una potencia con recursos sabe siempre cuándo hay satélites extranjeros en su cielo y dónde, y tratará siempre de que las cosas más interesantes ocurran cuando no haya ninguno o estén en mala posición para observar. Pero, sobre todo, el problema es que estos medios proporcionan inmensos volúmenes de información que hay que seleccionar, clasificar, descifrar, analizar e interpretar, actividades todas ellas frecuentemente subjetivas y proclives a la tardanza o el error.
Salvo que el tema sea de la máxima importancia y se le asignen todos los recursos disponibles, muchos datos esenciales pueden permanecer días o semanas sin descubrir... o pasar desapercibidos para siempre. Los grandes sistemas informáticos han facilitado mucho esta complicada tarea, pero aún dista mucho de ser perfecta y sigue necesitando el
toque mágico de los expertos humanos con muchos años de experiencia a sus espaldas. Entre otros motivos, porque las máquinas continúan siendo fáciles de engañar en muchos aspectos.
Las tomaduras de pelo elaboradas son una constante en la historia del espionaje y la inteligencia, hasta el punto de conformar toda una rama del arte militar que se suele conocer por el término ruso
maskirovka, en honor a los grandes genios en el tema que este país ha producido. Por poner un ejemplo muy sencillo: resulta difícil ocultar una fábrica a los ojos de un satélite, pero es mucho más fácil engañar sobre su producción con falsas entradas y salidas de camiones que aparenten traer y llevar materias primas o productos que en realidad no se usan allí. La presencia de submarinos en un determinado puerto puede alterarse por el sencillo método de mantener sumergidos algunos de ellos. Y así con todo, rizando el rizo hasta extremos diabólicos. Los ordenadores no sirven: se necesita una mente igualmente brillante al otro extremo para descubrir estas argucias... si es que se descubren. No hay tantas mentes brillantes disponibles al mismo tiempo.
En general, aquellas cosas que se destaquen significativamente del ruido de fondo serán detectadas con rapidez. La pluma térmica de un misil, por ejemplo, encenderá todas las luces rojas. Y también una voz cuyo perfil sonoro esté registrado en las computadoras, hablando por radio o telefonía. En cambio, una división entera de tanques puede permanecer absurdamente oculta usando buenas técnicas de camuflaje. Y un simple SMS enviado desde una cabina con lenguaje común pasará desapercibido con facilidad en el inmenso ruido de fondo de las telecomunicaciones contemporáneas. Un vehículo solitario en una llanura helada será localizado con facilidad. El mismo vehículo circulando por una carretera durante la operación salida se convierte fácilmente en una pesadilla para los analistas.
Los satélites espías son herramientas poderosas e inquietantes, pero distan mucho de ser el
ojo de Dios que algunos suponen. No lo ven todo, en todo momento y lugar, bajo cualquier condición. Son sensibles a las circunstancias, el tiempo, el espacio. Cuando se conocen los principios que los alientan a ellos y a los hombres y las máquinas que hay detrás, resultan hasta cierto punto sencillos de suprimir y sobre todo burlar. Por su extrema utilidad ningún país renunciará a ellos, pero ese mismo país cometería suicidio si les confiara su seguridad en exclusiva. No dejan de ser máquinas sometidas a las leyes de la ciencia y los sustratos de su tecnología, como cualquier otra: leyes conocidas, tecnologías humanas y por tanto imaginables por otro humano. No lo ven todo durante todo el tiempo; se parecen más a un microscopio que se enfoca sobre algo de interés cuando tal cosa es posible.
Y, para los más paranoicos, mi pregunta favorita: teniendo en cuenta lo brutalmente caro que sale todo esto,
¿qué te hace suponer que vales tanto dinero? ;-)