jueves, 1 de octubre de 2009

Hijas de la Lluvia 05: Con lo que haya y como se pueda

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(Fracción de los planetas de la galaxia que podrían albergar vida donde ésta, efectivamente, ha surgido)


En el planeta Tierra, la vida surgió y se desarrolló con unas características específicas. Se sustenta en el carbono, y particularmente en un subconjunto de ciertos compuestos del carbono llamados aminoácidos. Lo hizo en agua libre y templada, entre un suelo rocoso y una atmósfera fijada, utilizando determinadas cantidades de elementos auxiliares precisos, dentro de unos ciertos parámetros de estabilidad térmica y radiactiva, con un campo magnético y una tectónica de placas correspondiente a una composición geológica que sólo se da en este planeta, y bajo unos azares evolutivos que le son propios y únicos.

Visto así, la vida parece un fenómeno poco menos que absurdo. La vida avanzada, un puro milagro. Y llegar a la inteligencia civilizatoria, el toque del Dedo de Dios. Si lo que buscara la hija de la lluvia fuese una reproducción más o menos paralela de los mecanismos que condujeron a la inteligencia en la Tierra, pensando que esos u otros parecidos son los únicos posibles, mejor le decimos que se olvide. Es extremadamente improbable que haya en nuestra galaxia una Vida Terrestre B. Y pese a la enormidad de los números –cientos de miles de millones de estrellas en cientos de miles de millones de galaxias–, puede irse olvidando también de encontrar una Inteligencia Humana B.

Si la manera terrestre de hacerlo u otra similar fuera la única manera de alcanzar la inteligencia civilizatoria, la hija de la lluvia se estaría dejando llevar por su cabeza llena de pajaritos en una chaladura tan inútil como las Pirámides de Egipto o la Estatua de la Libertad.

El intríngulis del asunto radica en que no ha tenido por qué ocurrir así, ni de manera remotamente parecida. Es un error de perspectiva. Para quien defienda la excepcionalidad de la vida inteligente en la Tierra apelando a la increíble acumulación de carambolas que condujeron hasta ahí, existe una compleja respuesta: “si hubiera sido a golpe de pura carambola, no habría vida inteligente en la Tierra. Ni vida avanzada. Probablemente, ni siquiera vida”.

Para empezar, la aparición de un ente organizado tan complejo como la vida parece casi casi un desafío directo a una de las Leyes del Universo: el Segundo Principio de la Termodinámica. Es el de la entropía. Ese que dice que un sistema aislado siempre tiende a un grado mayor de desorden conforme pasa el tiempo. Por mucho que limpies, tu casa vuelve a ensuciarse enseguida, y si dejaras de limpiar pronto parecería un estercolero. Abandonas un pueblo, y en cien años apenas quedan paredes en pie. Abres un grifo, y el agua se derrama en todas direcciones sin orden ni concierto. Entonces, ¿cómo pudo un montón de barro convertirse en un bebé juguetón? O, en plan más sencillo, ¿cómo es que echando agua turbia en un plato obtenemos a veces maravillosos cristales de impecable orden geométrico?

Bien, es que el principio de entropía sólo vale para un sistema aislado y para la totalidad del mismo. Si el sistema no está aislado, o si sólo atendemos a una parte del mismo, a veces se producen las denominadas Fluctuaciones. Estas fluctuaciones no invalidan el principio de entropía –de hecho, lo refuerzan–, pero ponen en evidencia que a nivel local pueden producirse y de hecho se producen fenómenos que no tienden a un mayor grado de desorden, sino a un mayor grado de orden. A veces, extremadamente elaborado. Como la vida.

A la hora de producirse estas fluctuaciones, tienden a hacerlo siguiendo unas formas o patrones básicos, derivados a su vez de las mismas leyes que rigen el Universo. Estos patrones surgen en todos los órdenes de la realidad, incluso aunque parezca que no tienen nada que ver. La espiral, por ejemplo. Se reproduce una y otra vez en el Cosmos: hay galaxias espirales, hay conchas de caracol espirales, hay una espiral en tu oído interno; cada una de ellas, por sus propios motivos. Aparentemente sin relación entre si, pero todas espirales. O la ramificación. Los árboles se ramifican. Nuestras arterias se ramifican. Los ríos se ramifican. ¿Tendrá algo que ver, quizá, con el transporte de líquidos: la savia, la sangre, el agua? Entonces, ¿por qué las ciudades tienden a ramificarse cuando no hay una planificación urbanística que lo impida? Bueno, podríamos pensar que las vías de comunicación son como los canales de un líquido. Pero en ese caso, ¿por qué se ramifica también el rayo? Bueno, pues porque la electricidad también se comporta como un fluido.

Otro de estos patrones geométricos básicos es el ángulo de sesenta grados. Se da en los cristales de nieve, en los panales de las abejas, en las moléculas del benceno. Por no entrar ya en patrones complejos, como los fractales. Orden que trasciende por encima de los niveles de la existencia donde, según una lectura simplista del principio de entropía, sólo debería haber caos y más caos. Es la obra de las fluctuaciones.

La vida, ha quedado claro, es una de esas fluctuaciones que pelean contra la entropía.

Pero, ¿acaso será un patrón? ¿Aparece sólo de vez en cuando, por azar? ¿O será –como la espiral, la ramificación o el ángulo de 60º– uno de esos patrones esenciales a los que tiende el Universo de manera natural tan pronto como se dan las condiciones mínimas?

Una atrevida pregunta, para la que aún no tenemos respuesta.

Pero sí tenemos un par de barruntos.

El primero es lo sorprendentemente pronto que apareció la vida en la Tierra. No parece un suceso al azar, acaecido cuando salieron así las cartas. Y sin embargo, tampoco hay indicios de ningún agente externo. Me explico.

La vida ocurrió mientras la Tierra aún estaba terminando de enfriarse, hace como mínimo 3.850 millones de años. Tenemos fósiles de bacterias que son tan antiguos como el surgimiento de las rocas sedimentarias capaces de albergarlos. Esto es, apenas 700 millones de años después de que se formara el planeta. Tenemos también indicadores químicos de que esa vida bacteriana pudiera haber estado ahí antes de que hubiera rocas sedimentarias para actuar de testigos; investigadores de la Universidad de Glasgow retroceden la fecha hasta los 4.300 millones de años. Según estos, apareció en los volcanes submarinos de un mar ácido bajo una atmósfera maldita de gases de efecto invernadero e intensos bombardeos de meteoritos. John W. Valley, profesor de geología y geofísica en la Universidad de Wisconsin-Madison, llega incluso a sugerir que la vida pudo nacer y extinguirse varias veces antes de abrirse paso.

No, todo esto no suena como una feliz tirada de dados en un mundo plácido listo desde muy atrás para acoger su llegada, como un útero caliente. Suena más bien como una fuerza cósmica al acecho, que luchó desde el principio, contra toda probabilidad, para imponer su ley. Suena como una tendencia. Como un patrón intrínseco a la naturaleza profunda de la materia.

Pero no es concluyente, ni mucho menos.

El segundo es observar cómo se comporta y evoluciona la vida. No espera a que pasen los productos óptimos frente a sus colmillos para obtener el mejor rendimiento y progresar en la dirección adecuada. No. En vez de eso, apechuga con lo que haya y tira hacia donde puede. Si hay oxígeno, estupendo. Si no, también. Si hay luz solar, magnífico. Si no, también. Si el magnetismo está de tal modo, genial. Si está del revés, también. Se adapta, muere el que muere, sobrevive el que sobrevive, y sigue su camino. ¿Hacia dónde? Hacia la reproducción. Reproducirse una y otra vez es su único objetivo. No pretende nada más. No apunta en ninguna dirección. Pero lo que pretende, lo consigue con afición maníaca con lo que haya y como se pueda.

Probablemente resulte excesivo, aunque inevitable, proyectar la pregunta un poco más hacia atrás.

“¿Si hay carbono, estupendo; si no, también?”

“¿Si hay abundancia de elementos pesados, magnífico; si no, también?”

“¿Si hay estabilidad térmica, genial; si no, también?”

Preguntas excesivas, especulativas y de nuevo inconcluyentes. Pero, visto cómo nació y se comporta la vida en la Tierra, más excesivo y especulativo resultaría proponer que no es capaz de apañárselas con lo que haya, como pueda. En todo caso, habrá que esperar a toparnos con otras formas de vida para darles respuesta. O con planetas que, hallándose en zonas habitables, carezcan consistentemente de nada que aliente.

Mientras tanto, permanecerá la duda. La hija de la lluvia no sabe si la vida será tan virulenta bajo otros soles, con otras químicas, en otras condiciones físicas.

Sabe que aquí lo fue. Y por tanto, mantiene la esperanza de que se comporte igual en todas partes. Que para algo las leyes del Universo son eso, universales.

Próximo capítulo en La Pizarra de Yuri el jueves, 08/10/2009: El barro que te mira.

3 comentarios:

  1. Interesantísima la saga de La Hija de la Lluvia. En cuanto al tema del carbono, creo haber leído o visto en algun sitio que la vida es muy dependiente de él. Que quizá sólo el silicio se le acerque en capacidades combinatorias consigo mismo y con otros elementos. La vida puede carecer de oxígeno, de luz, pero ¿de carbono?
    Si es así, si la vida sólo puede depender de abudancia de carbono/silicio, nos estamos cepillando algunos planetas de la zona habitable.
    Un saludo, gran blog.

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  2. Déjame cambiar los conceptos de "vida" e "inteligencia" por otros diferentes pero igualmente válidos y ya verás qué risas nos echamos. ;)

    Al paso que vamos con los extremófilos, lo complicado será encontrar un lugar en el que no pueda haber vida. Lo del carbono ya parece más delicado... de momento XD

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  3. La cuestión se reduce a dar por el saco. No importa quien se ponga por delante, empezando con la entropia, siguiendo con el caldo primigenio, para acabar con nuestra propia razón de ser.

    Para mi, me es mas chocante el impulso vital que la composición per se. ¿Sera posible la vida sin ese afan de conquista que nos corroe?

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